domingo, 10 de enero de 2010

Aristóteles y Homero

Hoy pasé por ahí, definitivamente no reconocí el lugar. Esa esquina que ubicaba perfectamente me resultó totalmente desconocida.

Pasé muchos años ahí, muchos momentos, muchas anécdotas y recuerdos.

Incontables y multitudinarias reuniones a las que ponía cara de no querer ir, pero en el fondo tenía una enorme emoción por volverlos a ver.

Tardes enteras rodeada de libros, la letra de Eddie y su voz.

Lavando una interminable colección de coches antiguos y el garaje en el que estaban cuidadosamente guardados. Todo para ganarme… creo que sólo el derecho de sentarme a comer! Tal vez ahí me enamoré de los automóviles, fue el primer taller mecánico que pisé.

Fui atacada por un doberman, cada vez que entraba. Igor corría desde el fondo del jardín y saltaba a mis hombros. Terminábamos o ambos en el piso o yo atrapada entre él y una pared. El resultado era mi rostro lleno de su baba mientras me comía a besos.

Coseché higos en el jardín que luego Cati Cati y Magüe nos hacían en ese dulce que hoy sabe casi igual pero ya no huele a ellas.

Aprendí que los chayotes tienen espinas y que son infinitamente menos amigables que los higos como para tomarlos con la mano.

Pasé horas alimentando a los pájaros en el cuarto de la azotea, que era más bien un departamento donde ellas vivieron, nos alimentaron, nos cuidaron, nos apapacharon y nos dejaron quererlas hasta el día que murieron.

Descubrí mi poco talento para el piano al sentarme frente a un Steinway de media cola que Baby hacía sonar perfectamente y lo hacía ver tan fácil.

Corrí por el pasillo y asomé la cabeza entre los barrotes del barandal, como lo hicimos todos. Con el riesgo de matar a algún adulto de un infarto. Más de 32 niños lo sobrevivimos y aquí estamos.

Me escondí en las múltiples habitaciones, escaleras y recovecos. Jugué mil y un cosas, inventé cientos de historias.

Vi sus habitaciones llenarse de recuerdos, de muebles, de cajas, de historias, de todo eso de lo que no nos queríamos deshacer.

Un día, la vimos irse vaciando poco a poco. Sus muros ir quedando desnudos, sus espacios desangelados. Todos corrimos a llevarnos un pedazo de ese lugar que nos vio crecer y que nos hizo ser. Ese lugar que era nuestro refugio seguro, donde Eddie y Baby estarían siempre para recibirnos.

Recuerdo muy bien la última reunión. Nadie se atrevía a decirlo y nadie se atrevía a irse. Nos volvimos a reunir en el jardín todos, como años antes. Miramos ese espacio que era el único capaz de alojarnos. Nos tomamos una última fotografía y lloramos sin mostrar una sola lágrima.

Después reímos, brindamos, nos abrazamos hasta que llegó el momento de cerrar la puerta por siempre.

Hoy, vi un edificio de departamentos. Frío, sin vida, sin risas, sin recuerdos.

Cuando me fijé bien encontré el muro cubierto de enredadera, las ventanas del segundo piso, la higuera del jardín.

La casa de mis abuelos ya no está en Homero y Aristóteles, pero en algún sitio de mi memoria sigue estando, para que yo siempre pueda volver.

3 comentarios:

Manuel Delaflor dijo...

lindo... muy lindo, añoranzas, me transporte a casa de mi abuela.. gracias :)

ohh y te gustan los coches jeje

Gaboss dijo...

MUY PADRE FLA!

Anónimo dijo...

Dorian... que bonito!!! no cabe duda es bonita la vida.